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Obra fundamental es la tetralogía José y sus hermanos (1933-1943), unaimaginativa versión de la historia bíblica de José, relatada en los capítulos37 a 50 del Libro del Génesis. El primer volumen cuenta el establecimientode la familia de Jaacob, el padre de José. El segundo relata la vida del jovenJosé, que aún no ha recibido las grandes dotes que le esperan, y suenemistad con sus diez hermanos, los cuales acaban traicionándolo yvendiéndolo como esclavo a Egipto. En el tercer tomo José se convierte enmayordomo de Putifar, pero acaba encarcelado al rechazar las insinuacionesde la esposa de su benefactor. El último libro muestra al maduro José en elcargo de administrador de los graneros de Egipto. El hambre atrae a loshermanos de José a este país, y José organiza hábilmente una escena paradarse a conocer a aquéllos. Al final, la reconciliación reúne de nuevo a todala familia.El autor de La montaña mágica levanta con esta tetralogía una catedralverbal donde tienen cabida la leyenda bíblica —la historia de José— ymateriales eruditos, es decir, elementos de la arqueología, de la mitología,de la historia de las religiones, de la dialectología. Esta aventura narrativaconstituye todo un acontecimiento en el panorama editorialhispanoamericano.

Thomas MannEl joven JoséJosé y sus hermanos. II

Capítulo primeroTot

De la bellezasí, dicho está que José tenía diecisiete años cuando fue encargado de laguarda de los rebaños, junto con sus hermanos, y que a la vera de los hijos deLía y de Celia, mujeres de su padre, era un joven pastor. El hecho es verídico,como lo es también la frase siguiente de las « bellas conversaciones» : « José ibaante su padre con el cuento de todo lo malo que sus hermanos hablaban» . Yahemos tenido la prueba de esto. Desde cierto punto de vista, no sería difícilencontrar en él un granuja insoportable. Así lo juzgaban sus hermanos. Nocompartimos esta idea, o la apartamos a toda prisa de nosotros, pues Josémerecía mejor calificativo. Empero y por muy exactos que sean los datos quetengamos, hay que examinarlos como es debido, para que la situación seestablezca con nitidez y pueda florecer de nuevo un pasado marchito.José tenía diecisiete años: a los ojos de cuantos lo veían, era hermoso entretodos los hijos de los hombres. Diciendo verdad, no nos agrada hablar de belleza.La palabra y la idea no dejan de producir cierto aburrimiento. ¿No es la bellezaun concepto sublime, pero incoloro; algo como un sueño dominical? Se dice quela belleza reside en un determinado canon. Pero éste se dirige al espíritu más quea la sensibilidad, que escapa a su tutela. De ahí la inanidad de la belleza total,impecable. La sensibilidad quisiera tener algo que perdonar, y si esto falta,vuelve la cabeza, bostezando. Para entusiasmarse a la vista de lo que essimplemente perfecto se necesitan una sumisión y un conformismo al modelo,propios más bien de un pedante. Es difícil atribuir profundidad al entusiasmorazonado. El canon nos suby uga desde afuera, y de una manera didáctica; paraprovocar el choque íntimo es necesaria cierta magia. La belleza es un sortilegioque obra sobre nuestros sentimientos y su prestigio es casi siempre ilusorio, por lomenos a medias, incierto y frágil. Si un cuerpo sin defectos nos muestra unacabeza repugnante, su fuerza de atracción queda destruida, excepto, quizá, en laobscuridad. Y en este caso hay engaño. ¡Y cuánto engaño, burla y trampa hayen el reino de lo bello! ¿Por qué? Porque ese reino es a la vez el reino del deseo ydel amor, porque el sexo interviene y determina la idea de belleza. Los analesestán llenos de historias en las que muchachos disfrazados de mujer han vueltolocos a los hombres, y muchachas con pantalones que han desencadenadopasiones en sus semejantes; desde el momento en que se descubría la verdad, yla belleza se demostraba impropia para un fin práctico, la exaltación desaparecía.La acción que la belleza física ejerce sobre los sentimientos no es quizá sino lamagia del sexo, la evidencia de la idea sexual, de suerte que la más agradable delas alabanzas consistiría en decir de un hombre que es viril, de una mujer que esfemenina en extremo, más que en decirles sencillamente que son bellos; sólo porun esfuerzo de su razón puede un hombre aplicar ese calificativo a otro hombre,una mujer a otra mujer.A

Raros son los casos en que la belleza, triunfando sobre los fines prácticos,puede ejercer su plena acción sobre los corazones; se citan, no obstante, algunosejemplos. Aquí interviene el factor de la juventud, otro sortilegio que lasensibilidad tiende a confundir con la belleza, a menos que muy flagrantesimperfecciones paralicen su poder de seducción. Juventud es, generalmente,sinónimo de Belleza, tanto para otros como para ella misma, tal como lodemuestra, sin equívoco, su sonrisa. Ha recibido la gracia, forma de belleza queprocede a la vez de la naturaleza femenina y masculina. Un adolescente dedieciocho años no presenta un tipo de virilidad cabal, como tampoco un tipo defeminidad que sería impropio para sus fines materiales y que atraería a muypoca gente. Pero hay que convenir en que la belleza, considerada comoseducción juvenil, tiene siempre algo de femenino, en un sentido psíquico yexpresivo, que se refiere a su misma esencia, a la delicadeza de sus relacionescon los demás y recíprocamente; algo que se refleja en su sonrisa. A losdiecisiete años, en verdad, se puede ser más bello que un hombre y que unamujer, bello en este doble aspecto y de todas maneras, hermoso y gracioso,hasta el punto que mujeres y hombres se muestren prendados y sorprendidos.Así acontecía con el hijo de Raquel y por esto se decía que era bello entre loshijos de los hombres. Exagerada loa; pues existían y existen muchísimossemejantes a él, y desde que el hombre, dejando de jugar a los anfibios yreptiles, ha recorrido una buena parte de la vía que conduce hacia la imagencorporal de lo divino, no es extraordinario que un adolescente de diecisiete añosofrezca a las miradas complacidas, piernas tan bien formadas, caderas tanestrechas, torso tan garrido, piel de un moreno tan dorado; que ni muy alto nirechoncho, sea de agradable estatura, que tenga un porte y elegancia de jovendios y que sus proporciones reúnan graciosamente la delicadeza y el vigor. Nadade extraño que su cuerpo se termine, no por una cabeza de perro, sino con lasonrisa atray ente de una boca humana y casi divina. Pero en el ambiente querodeaba a José era precisamente su persona, su presencia, lo que hacía pasar porlos corazones el estremecimiento de la belleza y todos estaban conformes en quesobre sus labios —que hubieran sido demasiado llenos sin aquella movilidad en lapalabra y la sonrisa— el Eterno había derramado su gracia. Esta gracia, porcierto, era objeto de ataques, suscitaba a veces antipatías, pero aquellos mismos aquienes era antipática no la negaban y no se puede afirmar que fueran ajenos alunánime sentimiento. Numerosas pruebas nos incitan a creer que la animosidadde sus hermanos no era sino la misma pasión general, manifestada en formanegativa.

El pastorsto en lo que se refiere a la belleza de José y a sus diecisiete años. El hecho deque guardara los rebaños en compañía de sus hermanos, y en particular conlos hijos de Celfa y Bala, pide igualmente una aclaración; ser, por una parte,expuesto y desarrollado; y por otra, llevado a sus justas proporciones.Jacob, el Bendito del Eterno, era un extraño en el país, un gher, como se lellamaba, un huésped a quien se toleraba y consideraba, no porque hubiera vividolargo tiempo en lejanos territorios, sino a causa de su origen, de su estirpe, porhaber nacido de padres que habían sido gherim, a su vez. El rango que se leatribuía no tenía nada de común con el de ciudadano de ascendencia señorial quevive en su casa: provenía de sus riquezas y su sabiduría, de las dos cosas a la vez,y de la autoridad que ambas prestaban a su persona y a su actitud; tampocoprovenía de su vida seminómada que aunque conforme a las ley es, presentabaun aspecto de irregular regularidad, si podemos decirlo así. Habitaba bajo sutienda, delante de la cintura amurallada de Hebrón, como en otro tiempo habíahabitado ante la de Siquem, y era libre para levantar su campamento de la nochea la mañana, en busca de otros pozos y otros pastos. ¿Habría que ver en él a unbeduino, a un retoño de Caín que llevaba en la frente la señal de la inestabilidad ydel bandolerismo, abominación y terror de ciudadanos y campesinos? De ningúnmodo. Su Dios sentía para con Amalec la misma enemistad mortal que los Baalslocales. Jacob lo había probado más de una vez armando sus huestes para prestarsu ay uda a los habitantes de la ciudad y a los campesinos que tenían ganados,contra la canalla del desierto meridional, contra aquellos criadores de camellos,pintarrajeados con las marcas distintivas del clan, que avanzaban por guerrillascon propósitos de rapiña. Pero, adrede y por su propia deliberación, no era uncampesino: esto hubiera sido contrario a su sentimiento religioso, que no estabade acuerdo con el de los cultivadores de la gleba, bronceados por el sol. Porañadidura, su calidad de gher, de tolerado, le prohibía poseer tierras fuera de loslugares que habitaba. Arrendaba, por tanto, campos laborables, aquí o allá, unoque otro terreno en declive y rocoso, donde entre los pedruscos crecían la cebaday el centeno, en la tierra arable. Dejaba a sus hijos y servidores el cuidado decultivarlos. También José, cuando la ocasión llegaba, hacía el oficio desembrador y segador, y no solamente el de cuidar los ganados, como, por lodemás, todo el mundo sabe. Esta explotación superficial producía poco a Jacob:era cosa accesoria y que no le importaba mucho, destinada solamente a darlecategoría de hacendado. La fortuna que daba peso a su vida estaba en susriquezas semovientes, sus rebaños, cuy os productos cambiaba por cereales, poraceite, higos, granadas, miel y hasta oro y plata; era esta posesión la quedeterminaba sus relaciones con los habitantes de aquel territorio, relaciones quehabían sido objeto de numerosos contratos y reglamentos y que daban a suE

inestabilidad un carácter burgués y sedentario.Para el mantenimiento de sus rebaños, Jacob había trabado relaciones deamistad y negocio con los indígenas, los ciudadanos dedicados al comercio y loscampesinos que le servían o le pagaban intereses. Puesto que no deseaba vivircomo nómada, como fugitivo, como bandolero de los grandes caminos, queinvade y devasta el campo del propietario, le fue necesario obtener de losadoradores de Baal un derecho de mesta, mediante un pago estipuladoamistosamente y conforme con las reglas establecidas; por contrato habíaadquirido el derecho de que los rastrojos pudieran ser atravesados por susrebaños pululantes y que los dejaran pacer en las tierras de barbecho. Pero enesta época los barbechos eran poco abundantes en la montaña. Desde hacíatiempo reinaban la paz y la prosperidad; los grandes caminos bullían en idas yvenidas. El ciudadano que especulaba con la tierra se enriquecía gracias altráfico de las caravanas y al dinero que le daban por almacenar, embalar yvigilar las mercancías, llegadas desde el reino de Marduk, por Damasco y elcamino del este del Jordán, y que se dirigían hacia el ancho mar y el país dellimo, donde tomaban el camino opuesto. Jacob había adquirido numerososcampos y sacaba gran provecho de ellos por medio de sus siervos o de susesclavos deudores. Sus productos le enriquecían, además de los beneficios quesacaba de su comercio. Adelantando fondos, hacía servidores suy os hasta a loscampesinos libres; eso habían hecho antaño los hijos de Ichullanu con Labán. Elcolonato y los cultivos prosperaban. No quedaba y a zona de pasto y llegó un díaen que el país no pudo soportar a Jacob, así como en otro tiempo los prados deSodoma no habían sido suficientes para Lot y Abraham juntos. Jacob se vioobligado a dividir sus rebaños; en virtud del acuerdo que con los habitantes de lasciudades tenía, la may or parte fue llevada a pacer, no en un lugar cercano a suresidencia, sino a cinco días de camino hacia el norte, donde Jacob acampóotrora, en el valle de Shekem, rico en manantiales. Allí era donde comúnmenteguardaban corderos los hijos de Lía —desde Rubén a Zabulón—, mientras quelos cuatro hijos de Bala y Celia permanecían más cerca de su padre, igual quelos dos hijos de Raquel. Eran como los signos del zodíaco, de los cuales solamenteseis son visibles a la vez, cuando los otros seis escapan a la mirada, símbolo eimagen a los que José no dejaba de aludir. De lo que antecede no hay quededucir que sus hermanos acampados a lo lejos dejaban de venir a Hebróncuando un cometido especial les llamaba, como por ejemplo en la época de larecolección; el hecho tiene su importancia. Pero por regla general estaban acuatro o cinco días de camino: punto que también nos importa; y por esto se hadicho que el niño José quedaba junto a los hijos de las siervas.El trabajo con que José ay udaba a sus hermanos, ora en las tierras de labor,ora en las dehesas, ni era cotidiano ni hay que tomarlo demasiado en serio. Notodos los días guardaba los rebaños ni abría, en la tierra reblandecida por las

lluvias, surcos para las siembras invernales; no lo hacia sino de vez en cuando y asu libre voluntad. Jacob, el padre, le concedía abundantes ratos de ocio para quese dedicara a ocupaciones de un orden más alto que describiremos en seguida.¿Era, pues, a guisa de auxiliar o de vigilante como se mezclaba con sushermanos? Una duda hostil subsistía, en lo que a esto se refiere, dentro deaquéllos. Aunque a veces les prestara sus servicios, cuando ellos le recordaran,con bastante rudeza, que era el más joven, no estaba allí como uno de tantosentre ellos, como un cómplice en su fraternal acuerdo contra el anciano, antesbien como un representante de éste, como un delegado que los espiara. Lapresencia de José era desagradable para los hermanos, pero su ausencia lesirritaba más aún, cada vez que al joven le daba la gana de quedarse en casa.

La enseñanza¿Q ué hacía José? Sentado con el viejo Eliecer bajo el árbol de Dios, el laberintocercano al pozo, se iniciaba en las ciencias.Se decía que Eliecer tenía un gran parecido con Abram. De hecho, nadiesabía nada, puesto que nadie había visto al Caldeo y los siglos no habíantransmitido ninguna imagen, ningún punto de comparación para relacionarlo.Proclamando esta semejanza, mejor hubiera sido trocar los términos de laproposición, pues más probable era que los rasgos de Eliecer ay udaran a la gentea imaginarse los del emigrante de Ur, el amigo de Dios, no tanto porque fueranrasgos grandes y majestuosos, así como su estatura y su porte, sino porque teníanen sí mismos algo de plácidamente general y de divinamente insignificante, porlo que su imagen daba lugar a la evocación de un venerable desconocido de lostiempos antiguos. Eliecer, de la misma edad que Jacob, aunque un poco may or,se vestía poco más o menos como aquél, en parte a la moda beduina y en parte ala moda de los habitantes de Sinear, una túnica hecha de volantes a franjas y conun cinturón de donde colgaba su escritorio. El pedazo de estofa que cubría sucabeza dejaba ver una frente pura y sin arrugas; la línea estrecha y lisa de lascejas, todavía obscuras, partía desde la raíz de las narices, larga y pocoacentuada, hacia las sienes; bajo aquéllas, los ojos tenían tan singularconformación, que los párpados superiores e inferiores, igualmente tumefactos,casi sin pestañas, parecían labios entre los que asomaban las negras pupilas. Lanariz, de alto caballete, de ventanillas largas y estrechas, se inclinaba sobre elestrecho bigote que partía de las comisuras de la boca, sombreada por pelosblancuzcos y amarillentos que cubrían toda la parte baja del rostro. Bajo elmostacho, pendía el arco rojizo del labio inferior, uniforme en su anchura de unextremo a otro. Las barbas salían de las mejillas, llenas de pequeñas cicatricesredondas, de piel ocre, y con tal simetría que se hubieran dicho postizas ypegadas a las orejas. Todo el rostro daba la impresión de una máscara que podíaser quitada y bajo la cual aparecería la faz verdadera de Eliecer; Por lo menosasí se le antojaba en ciertos momentos al joven José.Diversas opiniones erróneas circulaban acerca de la persona y orígenes deEliecer, opiniones que más adelante refutaremos. Baste por ahora con saber queEliecer era el intendente y el más antiguo de los servidores de Jacob, muyversado en el arte de leer y de escribir, y maestro de José.—Dime, hijo de la Derecha —le preguntaba a veces, cuando estabansentados bajo el árbol de la sabiduría—, ¿cuáles son las tres causas por las queDios creó al hombre en último lugar, después de las plantas y los animales?José debía responder entonces:—Dios ha creado al hombre después que a las otras criaturas, en primerlugar, para que nadie pudiera pretender que había participado en la obra de la

creación. En segundo lugar, para que el hombre se sintiera humillado al pensar:el insecto me ha precedido, y en tercer lugar, para que pudiera inmediatamentesentarse al festín, como invitado para quien ha sido preparado todo.A esto respondía Eliecer con satisfacción:—Tú lo has dicho.Y José se echaba a reír.Pero éste no era sino un ejercicio, un ejemplo, entre muchos, de lasdisciplinas a que debía someterse el adolescente para dar agudeza a su espíritu ya su memoria, un modelo de las antiguas historietas que Eliecer le transmitiócuando José era todavía un niño de tierna edad. Más tarde, cuando las haciabrotar de sus graciosos labios, cautivaba al auditorio y a entusiasmado por subelleza. De este modo había tratado de distraer a su padre junto al pozo y desviarel curso de sus pensamientos, contándole la historia del Nombre y cómo la virgenIschchara arrancó al mensajero lascivo su secreto: tan pronto como estuvo enposesión del Nombre verdadero y auténtico, lo invocó y se alzó hasta las nubespor la virtud del vocablo sagrado, guardando intacta su virginidad y chasqueandoal concupiscente Semhazal. Allí arriba, el Señor la acogió con benevolencia y ledijo: « Ya que has sabido escapar del pecado, te señalaremos un lugar entre lasestrellas» . Y éste fue el origen de la constelación de la Virgen. Semhazal, elemisario, incapaz de subir al cielo, quedó sobre el polvo hasta el día que Jacob,hijo de Yitzchak, tuvo en Beth-el su visión de la escala celeste. Por medio de estaescala pudo subir de nuevo a su patria, muy fastidiado por no haber podidoalzarse más que con las alas de un sueño humano.¿Podía esto ser llamado ciencia? No; a medias solamente; no era sino unapreparación del espíritu para conocimientos más rigurosos y de una santaprecisión. Eliecer enseñó el Universo a José: el universo celeste, tripartito,compuesto simbólicamente del cielo superior, de la tierra celeste del Zodíaco yde la mar celeste del sur. El universo terrestre correspondía exactamente al otroy se dividía también en tres partes: un cielo atmosférico, una superficie terrestrey un océano terrestre que —según aprendió José—, rodeando el disco como unacinta, corría también por debajo de su corteza: en la época del Diluvio se habíaderramado por todas las junturas y grietas, y mezclado sus aguas a las aguas delmar celeste, que se volcaba desde lo alto. Convenía considerar el reino terrestrede aquí abajo como la tierra firme, y ver en la tierra celeste de arriba algo asícomo un territorio montañoso de dos cumbres, Horeb y Sinaí.El Sol y la Luna, con otros cinco astros errantes, formaban el número siete, elde los planetas y los Mensajeros que, en siete orbes de distintas dimensiones,rodeaban el dique del Zodíaco; se asemejaban a una torre redonda de sieteestadios, cuy as terrazas en espiral conducían al supremo cielo septentrional, a laSede del Maestro. Allí estaba Dios; y su montaña sagrada resplandecía, gemareluciente, como resplandecía en la nieve el Hermón, por encima de las regiones

más al norte. Durante la lección, Eliecer señalaba el monte del Señor, cuy ablancura se tornasolaba en la lejanía; se veía desde todas partes, aun desde elárbol, y José llegaba a no distinguir lo que era terrestre de lo que era celeste.Aprendió el prodigio y el misterio de los Números: Sesenta, Doce, Siete,Cuatro, Tres, el carácter divino de la medida, y cómo todo concordaba y seajustaba tan exactamente, que uno se quedaba confundido, extático ante aquelunísono impecable.Los signos del Zodíaco eran doce y constituían las etapas del gran ciclo, esdecir, los doce meses de treinta días; a este gran ciclo correspondía un pequeñociclo. Dividiendo éste también en doce períodos, se obtenía un lapso sesentaveces tan grande como el disco solar: era la doble hora, que venía a ser como elmes del día, y que podía ser fraccionada, a su vez, cuidadosamente. En efecto, eldiámetro del disco solar estaba incluido en la tray ectoria del sol, tal como éstaaparecía en los días del equinoccio, exactamente tantas veces como días tenía elaño, esto es, trescientas sesenta veces; y precisamente en estos días el orto delastro, entre el instante en que su borde superior surgía del horizonte y aquél enque su disco aparecía perfectamente redondeado, duraba la sexagésima parte deuna doble hora. Y esto era el doble minuto; y así como el estío y el inviernodaban origen al gran ciclo y así como el alternar del día y de la noche formabael pequeño, así las doce horas dobles se repartían en doce horas sencillas diurnasy doce horas sencillas nocturnas, y cada hora del día y de la noche conteníasesenta minutos sencillos.¿Acaso no es esto armonía, orden y quietud?¡Y fíjate en lo que sigue, Dumuzi, hijo auténtico! ¡Aguza tu espíritu y hazloclaro y dispuesto!Siete son los Errantes, los Mensajeros de los Mandamientos, y un día de lasemana está dedicado a cada uno de ellos. Mas también es siete el númeroparticular de la luna, que abre camino a los astros divinos, sus hermanos, y ése esel número de días que duran sus fases. La luna y el sol van a la par, como todaslas cosas del universo y de la vida, como sí y no. Así pueden ser repartidos losplanetas, con justeza, en dos más cinco, siendo la cifra cinco igualmenteimportante, puesto que se combina a maravilla con el número doce (y a quemultiplicando uno por otro se obtiene el Sesenta, del que y a se ha dicho que es unnúmero sagrado); o mejor aún con el santísimo Siete (pues cinco más siete hacendoce). ¿Esto es todo? No. Gracias a este orden y a esta división, se obtiene unasemana planetaria de cinco días, y setenta y dos semanas forman un año; luegocinco es la cifra por la que es necesario multiplicar setenta y dos para llegar almaravilloso total de trescientos sesenta, a la vez suma de los días del año yresultado al que se llega dividiendo la tray ectoria del sol por el diámetro de sudisco.¡Oh esplendor!

También se pueden repartir los planetas en tres más cuatro. En efecto: tres,que es el número de los regentes del Zodíaco —el Sol, la Luna e Ishtar—, estambién el número cósmico que, en lo alto como en lo bajo, determina la divisióndel Todo. Por otra parte, cuatro son los puntos cardinales a los que correspondenlas diversas fracciones del día. Cuatro son también las divisiones —cada unaregida por un planeta— de la órbita del Sol, y también las de la Luna y de Ishtar,que presentan cuatro fases. Así, pues, multiplicando tres por cuatro, ¿qué seobtiene? ¡Doce!José reía, pero Eliecer, alzando las manos, decía: « ¡Adonai!» .¿Por qué prodigio, cuando se dividía el número de los días de la Luna por elde sus fases —es decir, por cuatro— se obtenía la semana de siete días? Habíaque ver aquí Su dedo.Bajo la égida del anciano, el joven José jugaba con estos cálculos como unjuglar con unas bolas, y se divertía, aprovechando sus enseñanzas. Veía que elhombre al que Dios había dado la razón para que perfeccionara su obra santa,todavía no terminada, había debido añadir a los trescientos sesenta días, cincodías intercalados, para hacerlos corresponder con el año solar: eran días nefastos,los días del dragón, de la maldición, colocados bajo el signo de la noche invernal;después que estos días hubieran corrido, y solamente entonces, podía florecer denuevo la primavera y renacer la prosperidad. Por tanto, la cifra cinco tenía unaspecto desagradable. El trece también era funesto. ¿Por qué? Porque siendo losdoce meses lunares nada más que de trescientos cincuenta y cuatro días, fuemenester añadirles, de tiempo en tiempo, meses intercalares, que correspondíanal signo decimotercio del Zodíaco, al Cuervo. El hecho de que viniera comonúmero de sobra daba al trece un carácter maléfico, así como el cuervo era unpájaro de mal agüero. Por esta causa había estado a punto de morir Benoni,Benjamín, cuando había atravesado el paso del nacimiento, como un puertoestrecho entre las cimas de las montañas del mundo; por esto había estado apunto de sucumbir en su lucha contra las potencias del mundo infernal, pues erael decimotercer hijo de Jacob. Pero Dina, víctima expiatoria, había sido puestaen lugar de él, y ella fue la que pereció.Era conveniente penetrar lo absoluto y profundizar en la naturaleza del Señor.Pues no siendo enteramente perfecto el prodigio de sus Números, a lainteligencia humana correspondía enmendarlos. Pero sobre esta mejora secernían el anatema y la desgracia, y hasta el mismo doce, habitualmente tanhermoso, se tornaba nefasto: por él se convertían los trescientos cincuenta ycuatro días del año lunar, en los trescientos sesenta y seis que formaban el añoseleno-solar. Y dándose cuenta que el número no era sino el de trescientossesenta y cinco, José calculaba que hacía falta cada vez un cuarto de día, déficitque aumentaba con el decurso de las edades, de suerte que al cabo de milcuatrocientos sesenta años esos cuartos de día representaban un año entero. Éste

era el ciclo de Sirio. El concepto que José se hacía del espacio y del tiempo seensanchaba hasta lo sobrenatural. Partiendo de círculos concéntricos estrictos,llegaba a círculos cada vez más inmensos, que lo rodeaban de lejos y acababanpor formar años de una espantosa duración. Ya el día era un año en reducción,con sus diversos momentos, con una claridad estival y su noche, que recordaba alinvierno; los días estaban incluidos en el gran ciclo, que no era grande sinorelativamente; mil cuatrocientos sesenta de sus semejantes formaban el ciclo deSirio.El mundo se componía de una serie y de una terminación de períodos, losmás largos —aunque quizá no eran los más largos, en definitiva—, y cada unotenía su verano y su invierno: el invierno, cuando todos los astros se encuentranen la constelación del Acuario o la de los Peces, y el verano, cuando tienen suconjunción en el signo del León o en el de Cáncer. El comienzo de cada inviernoestá marcado por un diluvio y el de cada verano por un incendio: entre cadapunto de partida y cada punto final se desarrollan grandes ciclos terrestres, cadauno de los cuales comprende cuatrocientos treinta y dos mil años y constituy e larepetición exacta del pasado, puesto que los astros se vuelven a encontrar en lamisma posición y, tanto en las grandes líneas como en los pequeños detalles, suinfluencia está llamada a producir los mismos efectos.He aquí por qué los ciclos de la Tierra se llamaban: « Renovación de la vida»o « Repetición del pasado» , o también « Retorno eterno» . También se lesnombraba « Olam» , el Eón. Dios era el Maestro de los Eones, « El Olam» ,Aquél que vive a través de los Eones, « Chaiolam» . Él había puesto en el corazóndel hombre el olam, es decir, la facultad de concebir los eones, y de aquí, la deelevarse en cierta medida hasta su maestro.¡Magnífica lección! José se divertía magistralmente. ¿Qué no sabía Eliecer?Conocía los secretos que transforman el estudio en un gran placer, del que sesacaba gloria precisamente porque estos misterios eran la prenda de una minoríade iniciados silenciosos en sus templos o en sus lonjas, y no propios de lamuchedumbre. Eliecer también sabía y enseñaba que la doble ana babilonia eradel mismo largo que el péndulo que tiene sesenta oscilaciones dobles en el cursode un doble minuto. José, por charlatán que fuera, no decía nada de esto a nadie,pues así se confirmaba el carácter sagrado del Sesenta, que multiplicado por elSeis radioso daba la muy santa cifra de trescientos sesenta.Aprendió las medidas lineales y las medidas itinerarias y las calculaba segúnsu propio paso y según el curso del sol. No era, ni mucho menos, una temeridad—Eliecer se lo afirmó—, y a que el hombre era el pequeño Todo quecorrespondía exactamente al gran Todo; por consiguiente, los números sagradosdel ciclo tenían un papel que desempeñar en el conjunto del sistema de medidasy en el tiempo que se transformaba en espacio.De este modo, el tiempo se tornaba volumen y adquiría peso. José aprendió

también el valor y el peso del numerario en oro, plata y cobre, según la normausual y la norma real, la babilonia y la fenicia. Se ejercitó en los cálculos decomerciante, convirtió valores de cobre en plata, trocó un buey por lascantidades de aceite, vino y trigo que correspondían a su valor metálico y mostrótanta vivacidad de espíritu que Jacob, al escucharle, decía haciendo chasquear lalengua: « ¡Cómo un ángel! ¡Igual que un ángel del Araboth!» .Además, José adquirió nociones esenciales sobre las enfermedades y loselementos de curación; acerca del cuerpo humano, que, en armonía con latrilogía cósmica, se compone de materias sólidas, líquidas y gaseosas; aprendió aestablecer relación entre las distintas partes del cuerpo, los planetas y los signosdel Zodíaco y considerar la carne de la región lumbar como la más preciosa detodas, pues el órgano que dicha carne rodea está en estrecha conexión con elórgano de la procreación y constituy e la sede de la fuerza vital. Supo que elhígado es el punto de partida de

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