, Que Se Convertiría En Una De Las Novelas Más

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Como dijo Virginia Woolf, Emily Brontë era capaz de liberar la vida de sudependencia de los hechos; con un par de pinceladas podía retratar elespíritu de una cara de modo que no precisara cuerpo; al hablar delpáramo, conseguía hacer que el viento soplara y el trueno rugiera. Lamagnífica traducción de Carmen Martín Gaite vierte al castellano toda lapasión y verdad poética contenidas en esta gran obra.Cumbres borrascosas, que se convertiría en una de las novelas másindiscutibles del siglo XIX, tuvo una acogida decepcionante cuando sepublicó en 1847, pues los lectores victorianos se sintieron incomodadospor lo que consideraron una descripción demasiado cruda de pasionessin control. Al igual que Jane Eyre, de la hermana de Emily, CharlotteBrontë, Cumbres borrascosas se basa en la tradición de novela gótica definales del XVIII, con apariciones sobrenaturales, noches sin luna yefectos de misterio y terror. Pero la novela trasciende ampliamente elgénero gracias a sus penetrantes observaciones y a su complejidad, asícomo, por encima de todo, a sus inolvidables caracterizaciones. Latrágica historia de amor entre la apasionada Catherine y el atormentadoHeathcliff es sin duda uno de los romances más inolvidables de laliteratura de todos los tiempos.

Emily BrontëCumbres borrascosasePub r1.0Titivillus 23.01.15

Título original: Wuthering HeightsEmily Brontë, 1847Traducción: Carmen Martín GaiteDiseño de cubierta: TitivillusEditor digital: TitivillusePub base r1.2

Nota al textoCumbres Borrascosas fue publicada con el seudónimo de Ellis Bell por el editorT. C. Newby en diciembre de 1847, con una primera tirada de sólo 250ejemplares. Dos años más tarde, muerta ya Emily Brontë, la obra se reeditaríabajo el verdadero nombre de la autora, junto con una selección de sus poemas yuna nota biográfica de Charlotte Brontë, que incluimos como apéndice a lapresente edición. Desde entonces, la obra ha conocido innumerables reedicionesy ediciones críticas.La traducción de Carmen Martín Gaite se publicó por primera vez en 1984.

Capítulo I1801Vuelvo ahora de hacer una visita a mi casero, el solitario vecino con quien voy atener que lidiar. ¡Realmente es hermosa esta comarca! No creo que hubierapodido encontrar en toda la faz de Inglaterra un lugar para vivir más apartadoque este del mundanal ruido. Es el edén pintiparado para un misántropo, y elseñor Heathcliff y yo formamos la pareja ideal para compartir semejantedesolación. ¡Gran compañero! Lo que seguramente no ha podido imaginarse esla simpatía que despertó en mi corazón cuando descubrí, según me acercabacabalgando hacia él, el aprensivo replegarse de sus ojos negros bajo las cejas ycómo luego, al escuchar mi nombre, sus dedos se hundían más profundamenteen los bolsillos del chaleco, refugiándose allí con celosa determinación.—¿El señor Heathcliff? —pregunté.Inclinó la cabeza por toda respuesta.—Verá usted, caballero; soy el señor Lockwood, su nuevo inquilino. Hequerido venir a visitarle en cuanto he llegado para decirle que espero no haberlecausado demasiada extorsión al insistir tanto en que me alquilara la Granja delos Tordos. Ayer oí comentar que tenía usted la idea —La Granja de los Tordos es mía, señor —interrumpió encrespado—, y apoco que pueda evitarlo, no consentiré que nadie me cause extorsión alguna.¡Pase!Pronunció el «¡pase!» con los dientes cerrados, como si estuviera diciendo«¡váyase al infierno!», y ni siquiera la verja contra la que se apoyaba pareciómostrar el menor movimiento de solidaridad para con sus palabras. Creo quefueron precisamente esas circunstancias las que me decidieron a aceptar suinvitación.

Sentí un vivo interés por aquel hombre que se mostraba mucho másacentuadamente insociable que yo.Cuando advirtió que mi caballo hacía un leve ademán de empujar la valla,alargó la mano para franquearnos el portillo y me precedió por el camino conaire de pocos amigos.—¡Joseph! —gritó al llegar a la casa—. ¡Hazte cargo del caballo del señorLockwood y sube un poco de vino!«No debe tener más criado que ese para todo —pensé al oír aquel doblemandato—, así que no me extraña que la hierba crezca entre la juntura de laslosas y que sea el ganado quien tenga que encargarse de igualar el nivel de lossetos.»Joseph era un hombre de aspecto envejecido, mucho, casi un anciano,aunque robusto y nervudo.—¡Vaya por Dios! —masculló en un tono de fastidio y contrariedad,mientras me cogía las bridas del caballo y me miraba tan atravesadamente queme dio pena pensar lo mucho que iba a costarle aquel día hacer la digestión. Perome negué a relacionar su piadosa jaculatoria con mi visita intempestiva.Cumbres Borrascosas es el nombre de la finca del señor Heathcliff. Se tratade una denominación de toponimia local y el adjetivo «borrascosas» aludesignificativamente a las perturbaciones atmosféricas a que por su situación se vesometida cuando el tiempo se pone de tormenta. Aunque, desde luego, aire librey ventilación no creo que le falten nunca: a juzgar por la exagerada inclinaciónde unos cuantos abetos desmedrados que hay al final de la casa y por la fila deraídos espinos orientando todas sus ramas en el mismo sentido, comoimplorando una limosna del sol, es fácil imaginar el poderío del viento nortecuando sopla trasponiendo estos límites. Afortunadamente el arquitecto de lacasa debió de tener esto en cuenta para edificar sólidamente. Las angostasventanas están profundamente empotradas en los muros y todas las esquinasprotegidas por bloques saledizos de piedra.Antes de trasponer el umbral, me paré a contemplar una serie de toscasinscripciones pródigamente repartidas por la fachada y sobre todo cerca de lapuerta principal, encima de la cual, entre una amalgama de monstruosdeteriorados y niños impúdicos, pude divisar la fecha «1500» y el nombre«Hareton Earnshaw». Me hubiera gustado iniciar algún comentario o pedir algúnresumen de la historia de aquel sitio a su desdeñoso propietario, pero su actitudallí en pie junto a la puerta parecía estarme exigiendo que entrara en seguida o

me marchara de una vez, así que no quise acentuar su impaciencia antes deinspeccionar el interior.Un escalón nos introdujo en el cuarto de estar, sin más vestíbulo o pasilloque lo antecediera. Aquí, por antonomasia, a esta pieza la llaman «la casa».Suele incluir la sala y la cocina, pero me parece que en Cumbres Borrascosas lacocina debía de haber sido relegada a otra parte. Por lo menos percibí un susurrode conversación que llegaba del fondo junto con un sonar de utensiliosculinarios, y no pude encontrar en todo el espacio de la amplia chimenea señalesde que se hubiera guisado, asado o cocido nada en ella, así como tampoconingún brillo de espumaderas de cobre o pucheros de estaño colgados de lasparedes. Pero en una de ellas, en cambio, la luz y el calor arrancaban destellos deuna profusa vajilla metálica entreverada de jarras y copas de plata, amontonadashasta el techo de la habitación en los estantes de un enorme aparador de roble. Eltecho no tenía cielo raso y exhibía ante los ojos de cualquier indiscreto sudesnuda anatomía, excepto allí donde un esqueleto de madera cargado de tortasde avena y multitud de jamones, piernas de vaca y de cordero conseguíaocultarla. Encima de la chimenea había algunas escopetas desparejadas y viejas,un par de pistolas de arzón y, a manera de adorno, tres botes de latón pintados decolores chillones y alineados sobre la repisa. El suelo era de piedra blanca caliza,las sillas de alto respaldo y diseño anticuado estaban pintadas de verde y habíados negras, más grandes y sólidas, medio escondidas en lo oscuro. En un hueco,debajo del aparador, estaba echada una enorme perra de caza de pelaje brillanterodeada de una camada de cachorros bulliciosos; y había también otros perrospululando por la casa.Nada habría llamado la atención como chocante ni en el aposento ni en losmuebles si su dueño hubiera sido un vulgar granjero del norte de contexturarobusta y talante decidido, vestido por más señas con pantalones bombachos ypolainas. Este tipo de individuo, sentado en su butaca y con una jarra de cervezaespumeante sobre la mesa, es fácil de encontrar en cualquier excursión que sehaga cinco o seis millas a la redonda de estas lomas, si cae uno por allí a la horaoportuna, después de comer. Pero el estilo de vida del señor Heathcliff ofrece unsingular contraste con su vivienda. Es un gitano de tez aceitunada con el aspecto,el atuendo y modales de un caballero, todo lo caballero, naturalmente, que puedeser cualquier señor afincado en el campo: un poco desaliñado tal vez, pero sinque ofenda su desaliño, porque tiene buena planta y es guapo, aunque algotaciturno. Puede que alguien tendiera a achacarle cierto orgullo de raza, pero

siento en mi interior un acorde de simpatía hacia él que me dice que no se tratade eso. Conozco por instinto que su reserva nace de una aversión a exhibir sussentimientos y a las manifestaciones de mutua amabilidad. Debe de amar y odiarde la misma manera encubierta y es posible que sentirse amado u odiadotambién lo considere como una especie de impertinencia. Pero me estoy pasandode listo: le estoy cargando gratuitamente a él con atributos de mi propio ser.Seguramente el señor Heathcliff tendrá razones completamente distintas de lasmías para replegarse ante la posibilidad de entablar nuevas amistades.Esperemos que las peculiaridades de mi manera de ser sean exclusivas. Mimadre la pobre siempre decía que estaba incapacitado para llegar a formar nuncaun hogar acogedor, pero hasta el verano pasado no quedó demostrado que soyindigno de tenerlo.Estaba pasando un mes en la playa y disfrutando de un tiempo espléndidocuando conocí a la criatura más encantadora del mundo. Mientras le fuiindiferente se presentó ante mis ojos como una auténtica deidad. Nunca ledeclaré abiertamente mi amor, pero si las miradas hablan, el más tonto habríapodido advertir que me tenía trastornado el juicio. Ella misma acabó por notarloy por corresponder a mis miradas con las más dulces que quepa imaginar. ¿Y quéhice yo entonces? Me replegué fríamente dentro de mí mismo como un caracol,con vergüenza lo confieso, y a cada mirada de las suyas me mostraba más heladoy distante. Hasta que por fin la pobre chica se vio obligada a dudar de su propiapercepción y, abrumada ante su presunto error, convenció a su madre para que sefueran.Estas extrañas mudanzas de humor me han granjeado la fama de hombredeliberadamente insensible, pero solamente yo puedo decir lo injusta que es.Tomé asiento en el extremo de la chimenea opuesto al que se disponía aocupar mi casero, y por ver de llenar el silencio, hice amago de acariciar a laperra madre, que había abandonado a su prole y andaba olisqueando vorazmentepor entre mis piernas, con la lengua fuera y los blancos colmillos dispuestos almordisco.Mi caricia provocó un gruñido prolongado y gutural.—Por favor, deje a la perra en paz —gruñó casi al unísono el señorHeathcliff, mientras le daba un puntapié, como para apoyar con mayor rudezasus palabras—. No está acostumbrada a los mimos ni es ningún faldero.Luego, dirigiéndose a una puerta lateral, gritó de nuevo:—¡Joseph!

A Joseph se le oía refunfuñar confusamente en las profundidades de labodega, pero no daba señales de subir, así que su amo se precipitó escalerasabajo y me dejó frente a frente con aquella vil perra y dos perros de pastorpeludos y feroces que con ella compartían la celosa vigilancia de todos mismovimientos.Como no tenía gana ninguna de entrar en contacto con sus colmillos,permanecí inmóvil en mi sitio. Pero, pensando que difícilmente podrían entenderaquellos animales los insultos tácitos, se me ocurrió ponerme a hacer guiños yvisajes dirigidos a los tres, con tan mala fortuna que alguno de mis cambios defisonomía irritó a la señora hasta el punto de hacerla montar en cólera yabalanzarse sobre mis rodillas. Yo la rechacé y traté de interponer la mesa entrelos dos, pero mi conducta soliviantó a toda la jauría. Media docena decuadrúpedos hostiles de diversos tamaños y edades acudieron desde escondidosrincones al centro de la refriega. Me di cuenta de que mis tacones y losfaldellines de mi casaca eran los puntos predilectos del asalto y, al tiempo queme defendía de los principales asaltantes como buenamente podía con el atizadorde la chimenea, me vi obligado a gritar pidiendo socorro a algún habitante de lacasa, por ver de restablecer la paz.El señor Heathcliff y su criado subieron las escaleras de la bodega con unalentitud insoportable. No creo que aceleraran sus movimientos ni un minuto másde lo que debían tener por costumbre, aunque la tempestad de gritos y ladridoshabía convertido aquel lugar en un auténtico campo de batalla.Por fortuna, un ocupante de la cocina llegó más a tiempo. Una joven robustacon la falda arremangada, los brazos desnudos y las mejillas encendidas seplantó en medio de nosotros blandiendo una sartén; y esgrimió el arma y lalengua con tal eficacia que la tormenta se aplacó como por arte de magia, ycuando el amo entró en la habitación ya sólo quedaba la joven, alborotada comoel mar después de un huracán.—¿Qué diablos pasa? —preguntó Heathcliff, mirándome de una manera quea duras penas podía tolerarse después de su inhóspita acogida.—¡Eso de los diablos tendría que decirlo yo! —mascullé—. Una piara decerdos endemoniados no podría albergar peores intenciones que estas fierassuyas, señor. Es como si se le ocurriera a usted dejar a un extraño en medio deuna manada de tigres.—Nunca tocan a la gente si está quieta —contestó alargándome la botella yvolviendo a colocar la mesa en su sitio—. La misión de los perros es vigilar.

¿Quiere un vaso de vino?—No, gracias.—Pero ¿le han mordido o no?—De haberlo hecho, ya estaría el mordedor señalado con mi marca.El semblante reservado de Heathcliff se relajó en una mueca.—Vamos, vamos, señor Lockwood —dijo—, no se alborote. Hala, tome unpoco de vino. Las visitas son aquí tan sumamente raras que ni mis perros ni yo(he de reconocerlo) tenemos ni idea de

Cumbres borrascosas, que se convertiría en una de las novelas más indiscutibles del siglo XIX, tuvo una acogida decepcionante cuando se publicó en 1847, pues los lectores victorianos se sintieron incomodados por lo que consideraron una descripción demasiado cruda de pasiones sin control. Al igual que Jane Eyre, de la hermana de Emily, Charlotte Brontë, Cumbres borrascosas se basa en la .