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D ai n a C h av i an oLA ISLA DE LOSAMORES INFINITOS

A mis padres.-2-

ÍNDICEPRIMERA PARTE: Los Tres Orígenes . 7Noche azul . 9Espérame en el cielo . 14Yo sé de una mujer . 21Fiebre de ti . 27Humo y espuma. 33Lágrimas negras . 37SEGUNDA PARTE: Dioses que hablan el lenguaje de la miel . 51Por qué me siento sola . 53Llanto de luna. 55Te odio y sin embargo, te quiero . 61Alma de mi alma . 67El destino me propone . 76Perdóname, conciencia. 80TERCERA PARTE: La ciudad de los oráculos . 86Noche cubana . 88Si me comprendieras . 94Herido de sombras . 102Vendaval sin rumbo . 105No me preguntes por qué estoy triste . 117Como un milagro . 123CUARTA PARTE: Pasión y muerte en el Año del Tigre . 127Oh, vida . 129Muy junto al corazón . 135Quiéreme mucho . 139Recordaré tu boca . 147No puedo ser feliz. 151Tú, mi destino. 163QUINTA PARTE: La estación de los guerreros rojos . 166Mi único amor . 168Ausencia . 176Dulce embeleso . 181Cosas del alma. 189Me faltabas tú . 192Habana de mi amor . 202-3-

SEXTA PARTE Charada china . 207Debí llorar . 209Derrotado corazón . 220Veinte años . 224Libre de pecado . 227Tú me acostumbraste . 232Hoy como ayer . 237Agradecimientos . 243RESEÑA BIBLIOGRÁFICA . 244-4-

DAINA CHAVIANOLA ISLA DE LOS AMORES INFINITOSEstás en mi corazón aunque estoy lejos de ti ERNESTO LECUONA(Cuba, 1895 - Islas Canarias, 1963)-5-

DAINA CHAVIANOLA ISLA DE LOS AMORES INFINITOS-6-

DAINA CHAVIANOLA ISLA DE LOS AMORES INFINITOSPRIMERA PARTELos Tres Orígenes-7-

DAINA CHAVIANOLA ISLA DE LOS AMORES INFINITOSDe los apuntes de MiguelMI CHINO MI CHINA:Locución de cariño con que se llaman los cubanos entre sí, sinque para ello el aludido deba tener sangre asiática.Lo mismo ocurre con la expresión «mi negro» o «mi negra», queno se aplica necesariamente a quienes tienen la piel de ese color.Se trata de una simple fórmula amistosa o amorosa, cuyo origense remonta a la época en que se inició la mezcla entre las tres etniasprincipales que conforman la nación cubana: la española, la africana yla china.-8-

DAINA CHAVIANOLA ISLA DE LOS AMORES INFINITOSNoche azulEstaba tan oscuro que Cecilia apenas podía verla. Más bien adivinaba su siluetatras la mesita pegada a la pared, junto a las fotos de los muertos sagrados: BennyMoré, el genio del bolero; Rita Montaner, la diva mimada por los músicos; ErnestoLecuona, el más universal de los compositores cubanos; el retinto chansonnier Bola deNieve, con su sonrisa blanca y dulce como el azúcar La penumbra del local, casivacío a esa hora de la noche, ya empezaba a contaminarse con el humo de losMarlboro, los Dunhill y alguno que otro Cohiba.La muchacha no prestaba atención al parloteo de sus amigos. Era la primera vezque iba al lugar y, aunque reconoció cierto encanto en él, su propia tozudez —oquizás su escepticismo— aún no la dejaba admitir lo que era evidente. En aquel barflotaba una especie de energía, un aroma a embrujo, como si allí se abriera la entradaa otro universo. Fuera lo que fuera, había decidido comprobar por sí misma lashistorias que circulaban por Miami sobre aquel tugurio. Se había sentado con susamigos cerca de la barra, uno de los dos únicos sitios iluminados. El otro era unapantalla por donde desfilaban escenas de una Cuba espléndida y llena de color, pesea la antigüedad de las imágenes.Fue entonces cuando la vio. Al principio se le antojó una silueta más oscura quelas propias tinieblas que la rodeaban. Un reflejo le hizo suponer que se llevaba unacopa a los labios, pero el gesto fue tan rápido que dudó de haberlo visto. ¿Por qué sehabía fijado en ella? Quiz{s por la extraña soledad que parecía acompañarla PeroCecilia no había ido allí para alimentar nuevas congojas. Decidió olvidarla y ordenóun trago. Eso la ayudaría a indagar en ese acertijo en que se había transformado suespíritu: una región que siempre creyó conocer y que últimamente se le antojaba unlaberinto.Se había marchado de su tierra huyéndole a muchas cosas, a tantas que ya novalía la pena recordarlas. Y mientras veía perderse en el horizonte los edificios que sedesmoronaban a lo largo del malecón —durante aquel extraño verano de 1994 en quetantos habían escapado en balsa a plena luz del día—, juró que nunca más regresaría.Cuatro años más tarde, continuaba a la deriva. No quería saber del país que dejaraatrás; pero seguía sintiéndose una forastera en la ciudad que amparaba al mayornúmero de cubanos en el mundo, después de La Habana.Probó su Martini. Casi podía ver el reflejo de su copa y el vaivén del líquidotransparente y vaporoso que punzaba su olfato. Trató de concentrarse en aqueldiminuto océano que se balanceaba entre sus dedos, y también en aquella otrasensación. ¿Qué era? La había sentido apenas entrara a ese bar, descubriera las fotosde los músicos y contemplara las imágenes de una Habana antigua. Su mirada-9-

DAINA CHAVIANOLA ISLA DE LOS AMORES INFINITOStropezó de nuevo con la silueta que permanecía inmóvil en aquel rincón y en eseinstante supo que era una anciana.Sus ojos regresaron a la pantalla donde un mar suicida se arrojaba contra elmalecón habanero, mientras el Benny cantaba: « y cuando tus labios besé, mi almatuvo paz». Pero la melodía no hizo más que provocarle lo contrario de lo quepregonaba. Buscó refugio en el trago. Pese a su voluntad de olvido, la asaltabanemociones vergonzosas como aquel vértigo de su corazón ante lo que deseabadespreciar. Era un sentimiento que la aterraba. No se reconocía en esos latidosdolorosos que ahora le provocaba aquel bolero. Se dio cuenta de que empezaba aañorar gestos y decires, incluso ciertas frases que detestara cuando vivía en la isla,toda esa fraseología de barrios marginales que ahora se moría por escuchar en unaciudad donde abundaban los hi, sweetie o los excuse me mezclados con un castellanoque, por provenir de tantos sitios, no pertenecía a ninguno.«¡Dios!», pensó mientras sacaba la aceituna de su copa. «Y pensar que allá medio por estudiar inglés.» Dudó un instante: no supo si comerse la aceituna o dejarlapara el final del trago. «Y todo porque me entró la obsesión de leerme a Shakespeareen su idioma», recordó, y hundió los dientes en la aceituna. Ahora lo odiaba. No alcalvito del teatro The Globe, por supuesto; a ése continuaba venerándolo. Pero estabaharta de escuchar una lengua que no era la suya.Se arrepintió de haberse tragado la aceituna en un arranque de ira. Ya suMartini no parecía un Martini. Volvió de nuevo la cabeza en dirección a la esquina.Allí seguía la anciana con su vaso que apenas tocaba, hipnotizada ante las imágenesde la pantalla. Desde los altavoces comenzó a derramarse una voz grave y cálida,surgida de otra época: «Duele, mucho, duele, sentirse tan sola ». Ay, Dios, quécanción tan cursi. Como todos los boleros. Pero así mismo se sentía ella. Le dio tantavergüenza que se zampó la mitad de su trago. Tuvo un ataque de tos.—Niña, no tomes tan rápido que hoy no estoy para hacer de nodriza —le dijoFreddy, que no se llamaba Freddy, sino Facundo.—No empieces a controlarla —murmuró Lauro, alias La Lupe, que en realidadse llamaba Laureano—. Déjala que ahogue sus penas.Cecilia levantó la vista de su copa, sintiendo el peso de un llamado silencioso.Le pareció que la anciana la observaba, pero el humo le impedía saberlo con certeza.¿Realmente miraba a la mesa que ocupaba con sus dos amigos, o más allá, hacia lapista, donde iban llegando los músicos ? Las imágenes se extinguieron y la pantallafue ascendiendo como un ave celestial hasta perderse en el entramado del techo.Hubo una pausa imperceptible, y de pronto los músicos arrancaron a tocar con unapasión febril que ponía a retozar el alma. Aquel ritmo le produjo un dolorinexplicable. Sintió la mordida del recuerdo.Notó que algunos turistas con aspecto nórdico se habían quedado pasmados.Debía resultarles bastante insólito ver a un joven con perfil de lord Byron tocar lostambores como si el demonio se hubiera apoderado de él, junto a una mulataachinada que agitaba sus trenzas al compás de las claves; y a aquel negro de vozprodigiosa, semejante a un rey africano —argolla plateada en la oreja—, cantando en- 10 -

DAINA CHAVIANOLA ISLA DE LOS AMORES INFINITOSaltibajos que transitaban desde el barítono operático hasta la nasalidad del son.Cecilia repasó los rostros de sus compatriotas y supo qué los hacía tanatractivos. Era la inconsciencia de su mezcla, la incapacidad —o tal vez laindiferencia— para asumir que todos tenían orígenes tan distintos. Miró hacia la otramesa y sintió lástima de los vikingos, atrapados en su insípida monotonía.—Vamos a bailar —le dijo Freddy, tirando de ella.—¿Estás loco? En mi vida he bailado eso.Durante su adolescencia se había dedicado a escuchar canciones sobre escalerasque subían al cielo y trenes que atravesaban cementerios. El rock era subversivo, yeso la llenaba de pasión. Pero su adolescencia había muerto y ahora hubiera dadocualquier cosa por bailar aquella guaracha que estaba levantando a todo el mundo desus sillas. Qué envidia le daban todos esos bailadores que giraban, se detenían, seenroscaban y desenroscaban sin perder el ritmo.Freddy se cansó de rogarle y haló a La Lupe. Allá se fueron los dos a la pista, abailar en medio del tumulto. Cecilia tomó otro sorbito de su prehistórico Martini, yacasi al borde de la extinción. En las mesas sólo quedaban la anciana y ella. Hasta losdescendientes de Eric el Rojo se habían sumado a la gozadera general.Terminó su trago y, sin disimulo, buscó la figura de la anciana. Le producíacierta inquietud verla tan sola, tan ajena al bullicio. El humo había desaparecido casipor ensalmo y pudo distinguirla mejor. Miraba la pista con aire divertido y suspupilas resplandecían. De pronto hizo algo inesperado: volteó la cabeza y le sonrió.Cuando Cecilia le devolvió la sonrisa, apartó una silla en evidente gesto deinvitación. Sin dudarlo un instante, la joven fue a sentarse junto a ella.—¿Por qué no bailas con tus amigos?Su voz sonaba temblorosa, pero clara.—Nunca aprendí —respondió Cecilia— y ya estoy muy vieja para eso.—¿Qué sabes tú de vejez? —musitó la anciana, sonriendo un poco menos—.Todavía te queda medio siglo de vida.Cecilia no contestó, interesada en aquello que colgaba de una cadena atada a sucuello: una manita que se aferraba a una piedra oscura.—¿Qué es eso?—¡Ah! —La mujer pareció salir de su embeleso—. Un regalo de mi madre. Escontra el mal de ojo.Las luces comenzaron a rotar en todas direcciones y alumbraron vagamente susfacciones. Era una mulata casi blanca, aunque sus rasgos delataban el mestizaje. Y nole pareció tan vieja como creyera al principio. ¿O sí? La fugacidad de los reflejosparecía engañarla a cada momento.—Me llamo Amalia. ¿Y tú?—Cecilia.—¿Es la primera vez que vienes?—Sí.—¿Y te gusta?Cecilia dudó.- 11 -

DAINA CHAVIANOL

Lo mismo ocurre con la expresión «mi negro» o «mi negra», que no se aplica necesariamente a quienes tienen la piel de ese color. Se trata de una simple fórmula amistosa o amorosa, cuyo origen se remonta a la época en que se inició la mezcla entre las tres etnias principales que conforman la nación cubana: la española, la africana y